Por Esteban G. Santana Cabrera |
El lugar de recreo favorito de los niños del siglo pasado era sin lugar a dudas la calle, la plaza, el pilar, los charcos o los estanques. Muchos de los juegos que realizaban son hoy en día una verdadera joya de nuestra cultura. Por ello me reuní con algunas personas “mayores” que yo para que me contaran a qué jugaban cuando eran “pequeños”, en una sociedad donde no había parques, ni centros comerciales, ni ordenadores ni televisión, casi ni acceso al cine, pero la creatividad brillaba por sí sola.
La sociedad ha avanzado, ya casi no hay escuelas que impartan enseñanza diferenciada y las diferencias entre los juegos femeninos y masculinos no son tan notables como antes, gracias a Dios. Chiquillos y chiquillas no se revolvían salvo escasas excepciones como con uno de esos juegos que consistía en subir los peldaños de la escalera de la plaza con las manos, haciendo el pino. Santiago y José “el Negro” eran expertos en esta materia, demostrando su gran fuerza, aunque Fefina Villegas, adelantada para su tiempo en esto de buscar la igualdad de sexos, no tenía nada que envidiarles, así que se recogía la falda entre las piernas y allí iba ella a subir las escaleras con las manos como Dios manda. ¡Hoy en día nos mandarían al guardia!.
Mis interlocutores me hablaron de otros juegos que ya ni suenan como “Palito Salvo” que era de los preferidos de los chiquillos, con dos equipos y donde un jugador llevaba un palo en la mano y debía tocar la pared sorteando a los del bando contrario su equipo entretenía a los contrincantes, una vez que conseguía burlarlos tocaba la pared al grito de “¡palito salvo!” Planto era otro juego que, según me cuentan, hoy en día se pondría el grito en el cielo porque era de los que se “daba leña” y en que la rapidez y la audacia eran imprescindibles. Se jugaba con ocho niños, seis de ellos se colocaban en diferentes puntos mientras otros dos corrían. Uno de ellos, el perseguidor, tenía un cinto en la mano; el perseguido corría cuanto podía evitando ser golpeado por los “cintazos” que le propinaba el otro. Cuando el perseguidor se cansaba, a modo de relevo entregaba el cinto a otro jugador sin que el que huía se enterase, de manera que el desesperado corredor no sabía a ciencia cierta de quién debía huir. ¡Alguno se llevó unos buenos cintazos! El nombre del juego viene del grito que lanzaba el perseguido para pararse y que otro siguiera corriendo y éste era "planto". ¡Hombre, ni tanto ni tan calvo! ¡Hay juegos y juegos!
Otro de los juegos de los que me hablaron estos sabios, no por viejos, fue “Calimbre”, donde también se formaban dos equipos con un corredor cada uno. El gran grupo corría, cuando era capturado al aviso de “calimbre” era colocado en una especie de cárcel. Ganaba aquél que tuviese más cautivos. Una variante de este juego era “Pincho la Uva”, que se desarrollaba igualmente pero en lugar de “calimbre” se decía “pincho la uva”.
Hablando con ellos recordé uno que jugaba en el colegio y en la plaza, “La Piola”, en el que un saltador iba sorteando obstáculos que no eran otros que niños agachados. Huevo, araña, puño, caña, en la que se hacían filas larguísimas de niños agachados unidos unos a otros. Se trataba de saltar cuanto más al inicio de la fila se pudiese. ¡Nos dábamos cada trastazo!
En esa época, y hablo del siglo pasado claro está, había otros juegos que parecían ser exclusivos de las chicas y que, en general, contenían cancioncillas o romances” como “la gallinita ciega”, “los corros”, “la soga”, "el teje", “el anillito” o “las prenditas”.
Tristeza nos da que nuestros niños apenas jueguen hoy en día más que a las maquinitas y estén todo el rato sentados delante de la tele porque los padres estamos ocupados trabajando. La escuela puede jugar un papel importante para cambiar y hacer que nuestros niños y niñas jueguen más, se relacionen más entre ellos y contribuir a compensar esas carencias. Apostemos por fomentar la creatividad de los niños de ahora y no les demos todo hecho. Que jueguen. Que construyan ellos su propio aprendizaje y sus propios espacios de juegos. De nosotros, los docentes, depende. Dejémonos sorprender.
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