domingo, 10 de agosto de 2025

"Chita, la maestra de Tamaraceite que nos enseñó con el alma"

Por Esteban G. Santana Cabrera  

A mediados del S XX, en un tiempo en que las guarderías no existían y los padres salían de casa desde bien temprano para trabajar, unos a las fincas de plataneras cercanas y otros a diferentes ocupaciones en el sector del turismo, aparecieron unos personajes esenciales en los pueblos y los barrios que, sin títulos oficiales ni aulas convencionales, sembraron las primeras semillas del conocimiento en muchos de nosotros. Una de ellas fue Chita, la primera maestra de muchos niños y niñas de La Montañeta, en Tamaraceite y la que me enseñó las primeras letras y números.

Los que somos docentes sabemos que el título no hace al maestro. Chita no tenía estudios universitarios ni diploma colgado en la pared. Lo que tenía era algo mucho más valioso: una vocación inmensa, una paciencia infinita y una sonrisa que calmaba cualquier temor. Comenzó ayudando a los más pequeños del pueblo, como a mis hermanos y a mí, que necesitábamos un lugar seguro mientras nuestros padres trabajaban. Pero no solo cuidaba, enseñaba. Enseñaba con dulzura, sin gritos, sin castigos, solo con afecto, cariño y comprensión.

Su primera escuelita estuvo en el callejón de la Calle Magdalena, donde antes había dado clases otra maestra durante muchísimos años, Pinito, que fue la que inició. Más adelante, se trasladó a la Calle Belén, en lo alto de la cuesta, justo donde estaba el antiguo pilar. Allí, en una de las cuevas que también le servía de hogar, instaló su pequeño aulario. Aún conservo con nitidez la imagen de aquella entrada repleta de plantas, de vida, como ella misma. La clase estaba al fondo, en una cueva a la derecha, junto a las demás habitaciones también excavadas en la tierra. Aquel espacio era humilde, sí, pero rebosaba calidez, ternura y respeto.

Mientras realizábamos nuestros “deberes” se nos abría el apetito con aquellos olores a potaje o a puchero recién cocinado. Recuerdo haberme quedado dormido más de una vez en aquel banco azul, mientras la voz de Chita nos guiaba entre las primeras letras y números con los que empezábamos a entender el mundo. Nunca necesitó alzar la voz. Jamás la vi pegar a un niño. Enseñaba desde la bondad, con un amor muy grande. No éramos muchos, pero cada uno recibía su atención como si fuéramos únicos.

Al terminar las clases, solíamos pasar por la tienda de Carmita Déniz, al principio de la calle Belén. Nos asomábamos a la ventanilla y desde allí, con los ojos muy abiertos, mirábamos las chucherías que reposaban sobre una gran mesa de madera. Aquella imagen era casi tan mágica como la clase: un premio dulce después de una mañana de letras, dibujos y ternura.

La muerte de Chita fue repentina. Se marchó sin avisar, como suelen irse las personas buenas, dejando un vacío silencioso. No hubo homenajes, ni placas, ni calles con su nombre. Solo quedó su recuerdo en quienes la tuvimos cerca, y en los que aprendimos con ella nuestras primeras palabras. Fue, para muchos de nosotros, el primer paso hacia el colegio nacional.

Hoy quiero rescatar su memoria del olvido. Porque Chita no fue solo una mujer que cuidaba niños. Fue una maestra sin escuela oficial, sin libros de texto, con una humilde pizarra, pero con una vocación más grande que cualquier título. Como ella, hubo muchas otras personas en Tamaraceite que durante los años 50, 60 y 70 pusieron los cimientos de lo que somos hoy. No enseñaban solo a leer o a sumar. Enseñaban a escuchar, a respetar, a esperar el turno, a confiar. Enseñaban a  que fuéramos mejores personas.

En la Calle Belén, justo en el muro de la casa de Carmita Déniz, enfrente del Pilar, hay un mural en la
que está presente y la recordamos cada vez que pasamos por allí, realizado por los muralistas Daniel Rodríguez Báez y GraffMapping, donde se plasmaron distintos momentos y personajes populares de Tamaraceite como Bernardo, Carmita Déniz, Jesús Arencibia, etc, y como no podía ser menos Chita La Maestra.  Una bonita obra que quedará para la posteridad y que servirá para recordar nuestra historia más reciente. 

Gracias, Chita, por tu entrega, por tu dulzura, por tu ejemplo. Tu cueva no era solo un lugar donde aprendíamos letras y números era un hogar donde se nos enseñaba a vivir.

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