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domingo, 15 de junio de 2025

Gran Canaria a los pies de su madre

 

Han pasado ya quince días desde que la imagen de la Virgen del Pino, patrona de Gran Canaria, descendiera desde su santuario en Teror hasta la capital. Dos semanas intensas, llenas de emoción, de fervor y de encuentros. Pero ya vuelve a su casa, a la Basílica que la acoge en lo alto de la montaña, después de recorrer la isla como si bajara, una vez más, para recordarnos que no estamos solos.

En este tiempo ha estado en Telde, en Santa Lucía, en los rincones donde la fe aún tiene raíces hondas. Miles de personas han desfilado ante su imagen. Gente anónima, silenciosa, que no sale en los titulares pero que ha encontrado, al mirarla, ese consuelo mudo que sólo da lo sagrado. La Virgen del Pino ha sido más que una figura en procesión: ha sido símbolo de unión, de pertenencia.

Pero si tuviera que quedarme con un solo momento de estos días, sería el que viví el pasado fin de semana, cuando la imagen regresaba de Telde a la Catedral de Santa Ana y se detuvo en el Complejo Hospitalario Materno Insular. No tengo palabras para describir lo que allí sucedió. O quizás sí las tengo, pero son pocas frente a la emoción que se vivió.

La Virgen estuvo a las puertas del hospital como si supiera a dónde iba. No se detuvo en un altar dorado ni en una plaza festiva. Se detuvo frente al dolor, frente a la fragilidad. Frente a los que más necesitan esperanza. Y allí, en medio de batas blancas, sillas de ruedas, lágrimas contenidas y oraciones susurradas, el fervor y el sufrimiento se dieron la mano para transformarse en algo más profundo: en fe.

Vi a enfermos hacer el esfuerzo de salir de sus habitaciones para verla pasar. Vi a médicos y enfermeras detener su ritmo frenético por un instante, colocarse la mano en el pecho y mirar a la imagen como si en ella se detuviera todo lo que no puede explicar la medicina. Vi a familiares cerrar los ojos y murmurar palabras que no eran de queja ni de ruego, sino de agradecimiento. Porque incluso en medio del dolor, hay consuelo. Y en la mirada de esa imagen —serena, maternal, inalterable— muchos encontraron refugio.

La Virgen del Pino no cura enfermedades. No detiene el tiempo ni borra las penas. Pero hace algo aún más poderoso: acompaña. Y esa compañía es, quizás, el mayor milagro que puede ofrecernos.

Durante estos días, miles de grancanarios y grancanarias han salido a su encuentro. Han caminado con ella por calles estrechas, por avenidas bulliciosas, por plazas silenciosas. Han llevado velas, flores, emociones. Han bajado la mirada al pasar junto a ella, han alzado los brazos, han cantado con lágrimas en los ojos. Y lo han hecho como pueblo. Como una sola alma compartida.

En un tiempo marcado por la prisa, por la desconexión, por la fragmentación, la Virgen del Pino ha sido un recordatorio de que aún hay cosas que nos unen. Que juntos es como se camina. Que la fe, más allá de credos y prácticas, puede ser ese hilo invisible que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos.

La Virgen regresa a Teror, pero su paso por la isla deja una estela que no se borra. Ha sido un tiempo de gracia, sí. Pero sobre todo, ha sido un tiempo de encuentro. Entre generaciones, entre barrios, entre personas que quizás no se miraban en el día a día y que ahora han compartido una oración, una lágrima, una emoción.

Y mientras sube de nuevo hacia su santuario, podemos quedarnos con la certeza de que su presencia no termina con el final del camino. Porque la Virgen del Pino, como madre que es, sigue caminando con nosotros, aunque no la veamos. En el hospital, en la plaza, en la casa humilde, en el corazón herido del que sufre.

Nos recuerda que no estamos solos. Que la esperanza existe. Y que siempre hay un lugar —en lo alto o en lo más hondo— donde volver a mirar para seguir caminando.

domingo, 1 de junio de 2025

La fe mueve Gran Canaria

Por Esteban G. Santana Cabrera  

Todavía estoy con los pelos de punta. Este sábado, Gran Canaria vivió uno de esos momentos en los que el tiempo parece detenerse y no se borra de la memoria fácilmente. La Bajada de la Virgen del Pino, en su edición número 52, convirtió la ciudad en un barranco lleno de devoción. Desde la Basílica de Teror hasta la Catedral de Santa Ana, la imagen de la patrona de Gran Canaria descendió arropada por miles de fieles, como cada vez que el calendario litúrgico marca una nueva cita con la tradición. Pero esta vez, en el marco del Año Jubilar, la jornada tuvo un eco especial, como si cada paso, cada canto, cada lágrima, llevara consigo algo más que religión: llevaba identidad.

Hay momentos en los que la fe se siente, aunque no se profese. Momentos en los que uno, sin saber bien por qué, se emociona. Y este sábado para muchos grancanarios fue uno de ellos. La mañana había comenzado fresca, con ese olor a eucalipto, incienso y promesa que sólo se respira en días grandes. Calles cortadas, balcones y ventanas engalanadas y una brisa que parecía traer el murmullo de Teror antes de que llegara la Virgen. A medida que se acercaba la comitiva carretera abajo, los aplausos y los rezos crecían como olas. Y cuando por fin aparecía la imagen, vestida con su manto de fiesta, el silencio se hacía tan denso como la emoción. Luego, vinieron las lágrimas.

La primera parada fue en Tamaraceite, primero en el Colegio Claret para hacer un pequeño descanso, para luego continuar camino por Tamaraceite y allí la estaba esperando San Antonio Abad bajo una lluvia de pétalos en su honor. Recordaba a los lugareños cuando este pueblo, ahora barrio, era lugar de paso para las romerías de la víspera del Pino hasta Teror. En ese mismo lugar, hace 11 años, la estuvo esperando el ahora Obispo Auxiliar Cristóbal Déniz cuando aún era párroco de este barrio capitalino. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Y sobre todo quién le iba a decir a aquel párroco de entonces que iba a llegar a ser obispo. ¡Las cosas de Dios y de la Virgen del Pino!

La acompañé en el trayecto hasta la catedral y me emocionaba ver a las abuelas, los enfermos y sus acompañantes asomados a las ventanas, con caras de emoción contenida y lanzándole besos a la patrona, esa que un día tanto visitaban y que ahora, por la edad o la enfermedad solo podían ver por la tele.

Pero lo que más me sorprendió —y emocionó— fue la cantidad de jóvenes que acompañaban la bajada. En una época en la que creer parece un acto de rebeldía, ver a tantos chicos y chicas caminar junto a la imagen, cantar con ella, hacer el camino no como turistas de la fe sino como parte viva de ella, fue reconfortante. No era postureo. Había verdad en sus ojos. Una generación que busca sentido en un mundo que parece haberlo perdido.

Quizás de eso se trata. De volver. De encontrar algo en común en medio del ruido. De recordar que somos más que agendas apretadas, más que discusiones políticas y pantallas encendidas. La Bajada de la Virgen del Pino nos une en algo que va más allá de lo religioso: nos recuerda que, en el fondo, todos necesitamos creer en algo. Llamémosle fe, esperanza, comunidad. O simplemente, necesidad de tocar lo sagrado, aunque sólo sea una vez al año.

La Virgen llegó a la Catedral entrada la tarde, con el sol ya declinando sobre los tejados de Vegueta. Fue recibida con vítores, campanas y salvas. Y mientras las palmas sonaban, los móviles intentaban captar el momento, hubo un instante —breve, casi invisible— en que el rostro de la imagen pareció mirar a cada uno de los presentes. Como si supiera nuestras cargas, nuestras pérdidas, nuestras oraciones calladas.

No sé si los milagros existen. Pero sí sé que este sábado ocurrió uno pequeño: el de ver a un pueblo caminando unido. El de ver a la fe —con sus luces y sus sombras— bajar de Teror y encontrar, en el corazón de la ciudad, un altar hecho de promesas cumplidas y esperanzas por cumplir.

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