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Por Esteban G. Santana Cabrera |
Todavía estoy con los pelos de punta. Este sábado, Gran Canaria vivió uno de esos momentos en los que el tiempo parece detenerse y no se borra de la memoria fácilmente. La Bajada de la Virgen del Pino, en su edición número 52, convirtió la ciudad en un barranco lleno de devoción. Desde la Basílica de Teror hasta la Catedral de Santa Ana, la imagen de la patrona de Gran Canaria descendió arropada por miles de fieles, como cada vez que el calendario litúrgico marca una nueva cita con la tradición. Pero esta vez, en el marco del Año Jubilar, la jornada tuvo un eco especial, como si cada paso, cada canto, cada lágrima, llevara consigo algo más que religión: llevaba identidad.
Hay momentos en los que la fe se siente, aunque no se profese. Momentos en los que uno, sin saber bien por qué, se emociona. Y este sábado para muchos grancanarios fue uno de ellos. La mañana había comenzado fresca, con ese olor a eucalipto, incienso y promesa que sólo se respira en días grandes. Calles cortadas, balcones y ventanas engalanadas y una brisa que parecía traer el murmullo de Teror antes de que llegara la Virgen. A medida que se acercaba la comitiva carretera abajo, los aplausos y los rezos crecían como olas. Y cuando por fin aparecía la imagen, vestida con su manto de fiesta, el silencio se hacía tan denso como la emoción. Luego, vinieron las lágrimas.
La primera parada fue en Tamaraceite, primero en el Colegio Claret para hacer un pequeño descanso, para luego continuar camino por Tamaraceite y allí la estaba esperando San Antonio Abad bajo una lluvia de pétalos en su honor. Recordaba a los lugareños cuando este pueblo, ahora barrio, era lugar de paso para las romerías de la víspera del Pino hasta Teror. En ese mismo lugar, hace 11 años, la estuvo esperando el ahora Obispo Auxiliar Cristóbal Déniz cuando aún era párroco de este barrio capitalino. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Y sobre todo quién le iba a decir a aquel párroco de entonces que iba a llegar a ser obispo. ¡Las cosas de Dios y de la Virgen del Pino!
La acompañé en el trayecto hasta la catedral y me emocionaba ver a las abuelas, los enfermos y sus acompañantes asomados a las ventanas, con caras de emoción contenida y lanzándole besos a la patrona, esa que un día tanto visitaban y que ahora, por la edad o la enfermedad solo podían ver por la tele.
Pero lo que más me sorprendió —y emocionó— fue la cantidad de jóvenes que acompañaban la bajada. En una época en la que creer parece un acto de rebeldía, ver a tantos chicos y chicas caminar junto a la imagen, cantar con ella, hacer el camino no como turistas de la fe sino como parte viva de ella, fue reconfortante. No era postureo. Había verdad en sus ojos. Una generación que busca sentido en un mundo que parece haberlo perdido.
Quizás de eso se trata. De volver. De encontrar algo en común en medio del ruido. De recordar que somos más que agendas apretadas, más que discusiones políticas y pantallas encendidas. La Bajada de la Virgen del Pino nos une en algo que va más allá de lo religioso: nos recuerda que, en el fondo, todos necesitamos creer en algo. Llamémosle fe, esperanza, comunidad. O simplemente, necesidad de tocar lo sagrado, aunque sólo sea una vez al año.
La Virgen llegó a la Catedral entrada la tarde, con el sol ya declinando sobre los tejados de Vegueta. Fue recibida con vítores, campanas y salvas. Y mientras las palmas sonaban, los móviles intentaban captar el momento, hubo un instante —breve, casi invisible— en que el rostro de la imagen pareció mirar a cada uno de los presentes. Como si supiera nuestras cargas, nuestras pérdidas, nuestras oraciones calladas.
No sé si los milagros existen. Pero sí sé que este sábado ocurrió uno pequeño: el de ver a un pueblo caminando unido. El de ver a la fe —con sus luces y sus sombras— bajar de Teror y encontrar, en el corazón de la ciudad, un altar hecho de promesas cumplidas y esperanzas por cumplir.
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