Han pasado ya quince días desde que la imagen de la Virgen del
Pino, patrona de Gran Canaria, descendiera desde su santuario en
Teror hasta la capital. Dos semanas intensas, llenas de emoción, de
fervor y de encuentros. Pero ya vuelve a su casa, a la Basílica que
la acoge en lo alto de la montaña, después de recorrer la isla como
si bajara, una vez más, para recordarnos que no estamos solos.
En este tiempo ha estado en Telde, en Santa Lucía, en los
rincones donde la fe aún tiene raíces hondas. Miles de personas han
desfilado ante su imagen. Gente anónima, silenciosa, que no sale en
los titulares pero que ha encontrado, al mirarla, ese consuelo mudo
que sólo da lo sagrado. La Virgen del Pino ha sido más que una
figura en procesión: ha sido símbolo de unión, de pertenencia.
Pero si tuviera que quedarme con un solo momento de estos días,
sería el que viví el pasado fin de semana, cuando la imagen
regresaba de Telde a la Catedral de Santa Ana y se detuvo en el
Complejo Hospitalario Materno Insular. No tengo palabras para
describir lo que allí sucedió. O quizás sí las tengo, pero son
pocas frente a la emoción que se vivió.
La Virgen estuvo a las puertas del hospital como si supiera a
dónde iba. No se detuvo en un altar dorado ni en una plaza festiva.
Se detuvo frente al dolor, frente a la fragilidad. Frente a los que
más necesitan esperanza. Y allí, en medio de batas blancas, sillas
de ruedas, lágrimas contenidas y oraciones susurradas, el fervor y
el sufrimiento se dieron la mano para transformarse en algo más
profundo: en fe.
Vi a enfermos hacer el esfuerzo de salir de sus habitaciones para
verla pasar. Vi a médicos y enfermeras detener su ritmo frenético
por un instante, colocarse la mano en el pecho y mirar a la imagen
como si en ella se detuviera todo lo que no puede explicar la
medicina. Vi a familiares cerrar los ojos y murmurar palabras que no
eran de queja ni de ruego, sino de agradecimiento. Porque incluso en
medio del dolor, hay consuelo. Y en la mirada de esa imagen —serena,
maternal, inalterable— muchos encontraron refugio.
La Virgen del Pino no cura enfermedades. No detiene el tiempo ni
borra las penas. Pero hace algo aún más poderoso: acompaña. Y esa
compañía es, quizás, el mayor milagro que puede ofrecernos.
Durante estos días, miles de grancanarios y grancanarias han
salido a su encuentro. Han caminado con ella por calles estrechas,
por avenidas bulliciosas, por plazas silenciosas. Han llevado velas,
flores, emociones. Han bajado la mirada al pasar junto a ella, han
alzado los brazos, han cantado con lágrimas en los ojos. Y lo han
hecho como pueblo. Como una sola alma compartida.
En un tiempo marcado por la prisa, por la desconexión, por la
fragmentación, la Virgen del Pino ha sido un recordatorio de que aún
hay cosas que nos unen. Que juntos es como se camina. Que la fe, más
allá de credos y prácticas, puede ser ese hilo invisible que nos
recuerda quiénes somos y de dónde venimos.
La Virgen regresa a Teror, pero su paso por la isla deja una
estela que no se borra. Ha sido un tiempo de gracia, sí. Pero sobre
todo, ha sido un tiempo de encuentro. Entre generaciones, entre
barrios, entre personas que quizás no se miraban en el día a día y
que ahora han compartido una oración, una lágrima, una emoción.
Y mientras sube de nuevo hacia su santuario, podemos quedarnos con
la certeza de que su presencia no termina con el final del camino.
Porque la Virgen del Pino, como madre que es, sigue caminando con
nosotros, aunque no la veamos. En el hospital, en la plaza, en la
casa humilde, en el corazón herido del que sufre.
Nos recuerda que no estamos solos. Que la esperanza existe. Y que
siempre hay un lugar —en lo alto o en lo más hondo— donde volver
a mirar para seguir caminando.