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Por Esteban G. Santana Cabrera |
Desde mi perspectiva, caben muchas dudas sobre si este modelo es el más adecuado para determinar quién puede acceder a estudios universitarios. A pesar de los intentos por modernizar la prueba, sigue predominando una lógica memorística, estandarizada y profundamente desigual. En un archipiélago como el nuestro, con importantes diferencias socioeconómicas y geográficas entre islas, esta evaluación no siempre mide el potencial real de los estudiantes, sino su capacidad para adaptarse a un formato concreto de examen.
Uno de los principales problemas es que la PAU ignora muchas de las habilidades que un buen profesional debe tener. Pensemos, por ejemplo, en la carrera de Magisterio. ¿Cuántos estudiantes excelentes en habilidades comunicativas, empatía, liderazgo o creatividad —todas ellas fundamentales para el ejercicio docente— quedan fuera por no haber obtenido la nota necesaria en materias que no tienen ninguna relación con su vocación? ¿Tiene sentido que un aspirante a maestro o a médico quede excluido por un mal resultado en la PAU, cuando su verdadera fortaleza está en otras competencias?
En cuanto a la profesión docente, esta transformación en la evaluación de acceso a la universidad también tiene implicaciones significativas. Los futuros maestros y maestras deberían demostrar no solo conocimientos teóricos, sino también competencias prácticas y habilidades interpersonales esenciales para el ejercicio de la docencia. Sin embargo, el sistema actual de evaluación puede no reflejar adecuadamente estas competencias, lo que podría impedir que candidatos con un alto potencial en el ámbito educativo accedan a la formación necesaria para convertirse en docentes y al contrario.
Conozco el caso de una joven apasionada por la enseñanza infantil. Su sueño era ser maestra de infantil. Pero no logró la nota de corte para Magisterio y acabó matriculándose en una carrera que no le motivaba. Hoy, trabaja en un sector totalmente ajeno a su vocación, sin satisfacción ni proyección. Es, tristemente, un ejemplo más del “fracaso” que genera este sistema, no porque ella haya fallado, sino porque el sistema no supo valorar sus competencias reales.
Este no es un caso aislado, y especialmente en Canarias, donde la brecha digital, las desigualdades educativas y el coste del traslado entre islas afectan a la igualdad de oportunidades, la PAU termina siendo un filtro que premia a quien mejor se adapta al “sistema de evaluación” y no al revés.
No se trata de eliminar la PAU sin más, sino de repensarla en profundidad. ¿Por qué no integrar entrevistas personales, prácticas voluntarias o proyectos reales? ¿Por qué no permitir que los centros de formación del profesorado o las universidades valoren directamente a los aspirantes mediante procesos más humanos y personalizados? La educación no puede seguir midiendo a todos con la misma vara, como si todos los estudiantes fuesen idénticos.
La profesión docente es clave para el futuro de nuestra sociedad, y necesitamos que quienes accedan a ella lo hagan por vocación, no por casualidad o por nota. Si seguimos permitiendo que un examen determine el futuro de nuestros jóvenes, estaremos dejando fuera a muchos de los mejores futuros maestros y maestras. Y en una tierra como Canarias, tan necesitada de referentes educativos positivos, eso es un lujo que no nos podemos permitir.
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