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Por Esteban G. Sanrtana Cabrera |
Estos días en Canarias hemos vivido temperaturas extremas que han puesto en evidencia esta situación. Aprovechando esto la Consejería de Educación presentó un protocolo cuyas medidas contemplan, además de las propiamente preventivas, la adaptación de la jornada lectiva del centro o las relativas a la organización de la enseñanza de forma no presencial.
Compañeros y familias nos preguntaban si el centro podía decidir suspender las clases, adelantar el horario lectivo o tomar medidas excepcionales ante el calor. Y la pregunta es inevitable: ¿quiénes somos los docentes para tomar decisiones de ese calado? Decisiones que implican la seguridad, la salud y la organización de toda una comunidad educativa no pueden quedar únicamente bajo el criterio de los equipos directivos, que no contamos ni con la titulación ni con las competencias técnicas para ello. Existen organismos especializados, tanto a nivel local como insular, que cuentan con personal formado y capacitado para dictar instrucciones claras en estas circunstancias. Esa debería ser la referencia, y no cargar la responsabilidad sobre quienes no disponemos de las herramientas necesarias.
El Protocolo, pretende reducir el margen de error en las decisiones al basarse en análisis preliminares de las medidas organizativas que deben implementarse en el centro educativo, teniendo en cuenta sus características específicas. ¿Pero y si nos equivocamos? ¿Sobre quién va a recaer la responsabilidad?
Lo mismo ocurre con otras realidades. La incorporación de los comedores escolares, por ejemplo, ha supuesto sin duda un gran avance social y un apoyo fundamental para muchas familias. Pero a la vez ha generado un incremento considerable en la burocracia que recae en los centros: gestión de proveedores, supervisión de menús, control de incidencias, coordinación con empresas externas… Tareas que, siendo importantes, podrían ser perfectamente asumidas por la propia administración educativa o las corporaciones locales a través de unidades de gestión específicas. En cambio, una vez más, el colegio se convierte en el espacio donde se concentra todo, desde la atención sanitaria básica hasta la gestión alimentaria, pasando por protocolos de emergencias y procedimientos administrativos que poco tienen que ver con la enseñanza.
La escuela no puede transformarse en un cajón de sastre donde se depositan todos los problemas y necesidades sociales. Es cierto que la educación es un pilar fundamental de cualquier comunidad y que los centros educativos son un lugar de encuentro privilegiado. Pero si cada nueva situación que surge en la sociedad se traduce en un nuevo protocolo, en una nueva carga administrativa para los equipos directivos y docentes, se desdibuja el papel esencial del profesorado. Nuestra función principal debe seguir siendo enseñar, formar, acompañar al alumnado en su aprendizaje. Esa es la tarea para la que nos hemos preparado, a la que dedicamos tiempo, esfuerzo y vocación.
Reivindicar esto no significa rechazar la importancia de la prevención ni de la seguridad. Todo lo contrario: es reconocer que cada ámbito requiere de profesionales competentes y especializados. Igual que un médico no sustituye al maestro en el aula, el docente no debería sustituir a un técnico de riesgos laborales, a un especialista en salud mental o a un responsable de emergencias climáticas. La coordinación es posible y deseable, pero la responsabilidad última debe recaer en quienes cuentan con la preparación adecuada.
En definitiva, necesitamos que la administración asuma su papel de liderazgo en la gestión de estos temas, que se establezcan canales claros de apoyo y decisión, y que se libere a los centros de cargas que no les corresponden. Solo así podremos centrar nuestras energías en lo que mejor sabemos hacer: educar.
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