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Por Esteban G. Santana Cabrera |
La calle era el punto de encuentro de grandes y pequeños. Al caer el sol, salían las familias a la puerta, sacaban su silla y entre risas y tertulias se arreglaba el mundo. Se hablaba de lo que pasaba aquí y allá. Hasta de política se hablaba, con mucho tiento. Porque si pasaba el guindilla, había que guardar silencio y saludar con respeto. Eran otros tiempos, duros quizá, pero llenos de vida compartida.
Pero si había algo que hacía vibrar a Tamaraceite cada verano, eran los torneos de fútbol en el Llano de Juanito Amador, donde hoy se levanta el colegio Adán del Castillo. Aquel campo de tierra era el estadio de los sueños de muchos jóvenes y niños de hace setenta u ochenta años. Allí se reunía el barrio entero: hombres, mujeres, niños y niñas, todos pendientes del balón. Era un fútbol distinto, sin gradas, y donde se vivía una pasión que hoy en día se echa de menos.
Equipos como los Piratas, el San Antonio o el Juventud Tamaraceite se disputaban el trofeo más preciado del verano. A veces venían equipos de otros barrios, lo que subía el nivel y encendía aún más el ambiente. Eran partidos de aficionados, sí, pero con jugadores que parecían profesionales por su entrega, como los que venían del Porteño o del Rehoyano. Muchos de los que luego serían grandes jugadores de la UD Las Palmas pasaron por estos torneos veraniegos como Juanito Guedes, Castellano, Germán o León.
No debemos olvidar los nombres propios de aquel Tamaraceite futbolero. Ahí estaba José “el Cabuco”, todo carácter, primero jugador y luego entrenador, que llegó a ganar un campeonato organizado por La Falange en el Campo España. Lorenzo García “el Blanco”, veloz y elegante, que jugó en el Porteño. Antonio “el Morris”, con su clase en el Marino, o el padre de Rafael “el pintor”, guardameta del Victoria. También brillaron Rafael Angulo o Juanito Vargas, que llenaban de orgullo al barrio con cada jugada. Y por supuesto, el más recordado de todos: Juan Guedes, que pasó de aquel estanque convertido en campo de fútbol al verde del Estadio Insular, convirtiéndose en emblema de la Unión Deportiva Las Palmas, y llevando el nombre de Tamaraceite por toda España. Cabuco supo descubrir en Juanito Guedes su talento mágico, ese que nos deleitó tantas tardes en el Estadio Insular y que todavía seguimos recordando.
El ambiente en esos partidos era tan auténtico como inolvidable. Allí estaba siempre la madre de Salvador “el Veneno”, con su carrito de chochos y chuflas, seguida por una nube de chiquillos deseando que les dejara empujarlo. Eran tardes de fútbol, sí, pero también de relaciones sociales, de risas, de infancia.
Años más tarde estos torneos pasaron a hacerse en el mítico Juan Guedes, donde se vivieron momentos únicos de fútbol veraniego. Los más chicos aprovechamos para ir entre semana a darle patadas al balón y emular a nuestros grandes ídolos: Pichi, Maximino, Pepito Ramírez, Marrero, Marino y tantos otros. Luego vinieron los torneos de fútbol femenino que llenaban el Campo de Hoya Ayala, un estanque detrás de Los Bloques, y donde todavía recordamos nombres como Manola, Fabiola, Fina y Soraya por destacar algunas de sus figuras.
Con la llegada del fútbol sala allá por los años 80, los torneos pasaron a ser de salón y los más jóvenes nos reuníamos en grandes torneos de verano que llenaban el pabellón de Tamaraceite organizado por Pepe Déniz. Uno de esos equipos fue El Vendaval, compuesto por juveniles del Tamaraceite, Artesano y otros componentes aficionados, que llegó a la finalísima un año enfrentándose a equipos de veteranos. Nombres que no se nos olvidan hoy en día como Castillo (portero de la selección Juvenil de Las Palmas), Claudio, Alexis II (que llegó a jugar en la UD Las Palmas), Juan Luis, Cristo, Benjamín, Rubén,...
Hoy todo eso parece de otra época. Y lo es. El fútbol se ha transformado en espectáculo global, los fichajes valen millones y los niños ven partidos por la pantalla en lugar de jugarlos en la calle. Si no se apunta uno a un “campus de verano”, poco queda de aquel fútbol de barrio. De aquel fútbol genuino. Pero los que lo vivimos no lo olvidamos. Porque Tamaraceite no solo fue un lugar donde se jugaba al fútbol. Fue un lugar donde el fútbol nos enseñó a vivir juntos, a soñar en equipo, a celebrar lo nuestro. A ser barrio.
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