Lola García Martínez
Docente y diputada de CC
por Fuerteventura
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Nos alarmamos cada vez que los medios de comunicación informan sobre casos puntuales de agresiones y humillaciones. Durante unos días comentamos las causas, planteamos soluciones y buscamos responsabilidades. Discutimos sobre las peligrosas consecuencias que la asimilación social del acoso infantil puede estar teniendo en nuestra sociedad. Y hasta del germen violento y agresor que se inocula entre los jóvenes como forma de relación y resolución de problemas.
Pero ya está. Ya pasó. Rápidamente estamos en otra cosa. La pelea política. Hasta Donald Trump y la Liga de este fin de semana se llevan por delante toda reflexión social profunda sobre uno de los problemas más urgentes e importantes que afronta nuestra sociedad: la consolidación de la violencia, el acoso y la humillación como forma de relación entre los jóvenes.
Mi experiencia personal de más de 20 años de docente, conviviendo de manera cotidiana con madres, padres y alumnado, es que lejos de reducirse, los comportamientos relacionados con el acoso infantil en el ámbito escolar van en línea progresiva. Y sus consecuencias influyen de forma determinante sobre el desarrollo personal de jóvenes que luego, ya como adultos, siguen arrastrando secuelas relevantes y contribuyendo a reproducir pautas de comportamiento.
No voy a entrar en comparaciones estadísticas entre comunidades autónomas o países. Ni si quiera voy a relacionar la dinámica con características socioculturales, crisis económica, desestructuración familiar, y hasta con las posibles incidencias de los traslados de las familias por cuestiones laborales, o el carácter anti-familia de muchos horarios de trabajo… ¡Todo es cierto!
Por supuesto que todo ello influye y que hay mil profesionales cualificados para analizar perfectamente estos factores y describir sus respectivas influencias sobre el problema. Pero pese a todo el esfuerzo, hay que reconocer que el acoso infantil, por lo menos en el ámbito escolar que es el que mejor conozco, va en progresión ascendente. Y por supuesto que los docentes tenemos mucha responsabilidad en su detección, control y erradicación: el 'tollo' no debe ser aceptado como 'gracieta' o forma de relación. La autoestima de un alumno no puede construirse sobre la humillación del compañero.
Durante los últimos meses en el Parlamento hemos discutido en diversas ocasiones sobre la incidencia del acoso escolar en los centros educativos canarios. De hecho, Canarias ha sido una de las comunidades autónomas pioneras en el trabajo para su erradicación, con una atención especial en el ámbito educativo. La Consejería de Educación informa, orienta y asesora al alumnado. Cuenta también con un equipo de profesionales especializados en la problemática de acoso escolar que presta asesoramiento y orientación a los demás agentes educativos de la Comunidad Escolar (padres, madres, profesorado…). El servicio dispone incluso de un número telefónico (800-007-368) para facilitar el acceso y la intervención ante posibles denuncias.
Pero frente al peligro de quedarnos en los números, en la urgencia de los casos puntuales, de agresiones subrayadas por titulares de prensa, que sin duda son muy graves... quiero centrarme aquí en el día a día. En el cruce en el recreo con un compañero que una vez y otra se lleva un 'tollo' porque sí. Me refiero al murmullo que rodea cualquier intervención de la compañera menos popular de la clase. Hablo del codazo abusón siempre que hay un encuentro en el pasillo. A las risas reiteradas sobre quien no viste a la moda o no 'guasapea' con el último modelo de smartphone. Por no hablar del recurso a la cultura, la sexualidad, la religión, el color y hasta al acento como forma de agravio al compañero.
Esa dinámica va en una peligrosa progresión ascendente. Es el denominado 'acoso escolar de baja intensidad', que se manifiesta de manera permanente en menor o mayor grado en todos los centros escolares. Como docentes corremos el peligro de dejarnos llevar por la tendencia a asumirlo como normal ante el discurso del: “hazte valer”, “defiéndete”, “es mejor ocultarlo para no perjudicar la imagen del centro” o “en mi clase no ocurren esas cosas”. Como padres algunos estarán 'encantados' de que su hijo sea “el gallito” de la clase, y verán como “gracietas de chiquillos” sus humillaciones permanentes sobre otros compañeros. Pero lo único cierto es que en la normalización y asunción de los “tollos”, “abucheos” y “humillaciones” como forma de relación entre jóvenes está el inicio del maltrato severo. Y luego no valdrán las excusas.
Podemos seguir hablando de todo lo que es muy urgente, pero tenemos que hacer un esfuerzo de implicación constante, cotidiana y cercana para, de una vez por todas, luchar contra esta dinámica creciente. Hay que reconocer que el acoso escolar es un tipo de violencia difícil de identificar, porque no se suele realizar a la vista de los adultos. Pero sí es bien conocido por el alumnado. De ahí la importancia de trabajar con todos la erradicación del mismo y no sólo con la víctima y el acosador. De ahí la relevancia de la participación de las familias y de toda la comunidad educativa, e incluso de toda la sociedad, si queremos acabar con esta lacra.
Esta es una batalla cercana, que se dilucida en cada uno de nuestros hogares, en la comunidad de vecinos, en los barrios y las plazas, pero sobre todo en los centros educativos. Es una guerra local en la que cada uno de nosotros somos responsables y que debe desarrollarse permanentemente, cada segundo, en cada gesto.
Como docente, y ahora diputada del Parlamento de Canarias, creo que un solo caso de acoso escolar no detectado, y ante el que no se actúa, es el peor de los fracasos del conjunto del sistema y la comunidad educativa, por encima de todas la reformas legislativas que quieran plantearse. Ante el acoso escolar no debe haber permisibilidad: la responsabilidad es de todos.
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