Nuestra labor es poner en valor las interesantísimas experiencias y reflexiones que hacen tantos y tantos docentes y personas relacionadas con el sector educativo. A continuación compartimos un interesantísimo artículo publicado por CARLOSMAGRO en co.labora.red sobre la Evaluación
La evaluación es un tema crítico de la educación. Desde hace años, nuestro sistema educativo está sujeto regularmente a evaluaciones promovidas por organismos internacionales, normalmente de carácter muestral, como son las pruebas PISA, PIRLS, TIMMS, TALIS, PIAAC (pruebas por otro lado bastante diferentes entre sí tanto por lo qué miden como por quién las promueve). Además, está sometido a estadísticas e informes censales como las que realizan Eurostat, Eurydice, CEDEFOP o elINEE. A esto hay que añadir las pruebas “diagnósticas” que llevan años realizando cada administración regional. La LOMCE había además (ahora afortunadamente paralizadas) añadido tres pruebas más de base censal (para todos los alumnos), no solo de carácter diagnóstico sino también formativo y con implicaciones académicas (las llamadas reválidas). A estas pruebas, estadísticas e informes tenemos que añadir toda la evaluación que tiene lugar en los propios centros educativos y en las aulas. Es la parte más importante, sin duda. La que lleva con nosotros toda la vida y en la que todos pensamos al hablar de evaluación escolar. Cada día nuestros maestros/as, profesores/as utilizan una infinidad de instrumentos de evaluación para mejorar el aprendizaje de sus alumnos, para certificar conocimientos y niveles y para dar respuesta a las demandas de la legislación educativa.
No se puede decir que nos falten datos. Todo lo contrario. Podemos hablar de un gran y complejo sistema de evaluación que actúa sobre todos los niveles del sistema educativo (macro, meso y micro) y en el que todas las partes están relacionadas. Una prueba como PISA puede acabar determinando la metodología de enseñanza de un maestro en un pequeño colegio rural. Una reválida o una prueba como la Selectividad determina no sólo los contenidos sino las formas de enseñar y aprender de un todo un curso como 2º Bachillerato. Por eso hablar de evaluación para el aprendizaje (la evaluación entendida como un instrumento para la mejora de los aprendizajes de los alumnos) requiere entender y atender todo el sistema.
El siguiente texto es una reflexión que responde a la invitación que recibí del grupo de trabajo Avaluar per aprendre de la Asociación de maestros Rosa Sensat para acompañarles en la Jornada sobre el evaluación formativa que organizaron en Barcelona el pasado sábado 19 de noviembre. Desde aquí aprovecho para mostrarles mi agradecimiento por su invitación y por su calurosa acogida, así como darles la enhorabuena por la jornada. Fue un gran honor y un enorme reto. Incluyo al final la presentación que utilicé: El fin de la evaluación.
¿Es la evaluación un elemento imprescindible del sistema educativo?
¿Es la evaluación importante para el proceso de enseñanza/aprendizaje? Y si es así, ¿qué evaluación necesitamos y qué evaluación no queremos?, ¿a favor de qué evaluación deberíamos trabajar y en contra de qué modelos de evaluación debemos posicionarnos?. ¿Es evaluar un proceso objetivo? o, por el contrario, ¿cada vez que evaluamos estamos asumiendo unos valores determinados?. ¿Somos conscientes del poder de la evaluación?. ¿Sabemos cuáles son las consecuencias pretendidas de la evaluación? ¿somos conscientes de sus consecuencias no pretendidas?. ¿Somos conscientes de cómo condiciona cualquier evaluación al proceso enseñanza/aprendizaje?. ¿Hemos pensado cómo influyen las evaluaciones de todo el sistema educativo sobre los aprendizajes particulares de cada alumno? Cuando evaluamos, ¿tenemos claro su finalidad principal? y ¿qué objetivos buscamos?. ¿Establecemos estos objetivos y fines de manera compartida?, ¿se ajusta nuestra forma de evaluar a esa finalidad?, ¿conseguimos los objetivos establecidos?.¿Quién debe participar en el diseño de la evaluación? y ¿quién debe evaluar?.
¿Qué ocurriría si, a nuestros alumnos, en lugar de exigirles que repitan lo que han memorizado, les pidiéramos que resolvieran problemas, realizaran proyectos significativos y nos demostraran su autonomía y su sentido crítico?. ¿Qué ocurriría si en lugar de medir la adquisición de conocimientos que quedarán obsoletos rápidamente les evaluásemos por su capacidad de aprender a aprender y de aprender a ser? ¿Qué ocurriría si les permitiésemos poner en práctica estrategias de autoevaluación y coevaluación? ¿Qué ocurriría si les evaluásemos por su capacidad para evaluar y evaluarse? ¿Qué ocurriría si les evaluásemos por su capacidad para transformar sus entornos?; ¿por su capacidad para transformar la sociedad?. ¿Qué ocurriría si evaluásemos su capacidad para vivir y trabajar en la incertidumbre?
Evaluar es importante
“Evaluar es importante, porque es una asunción de responsabilidad que debe hacer la escuela, devolver algo que hable de todo lo que ha vivido el niño a lo largo de su ciclo dentro de la escuela”, decía hace poco Gino Ferri. Lo que hace falta es que nos preguntemos qué es lo que evaluamos, porque esta pregunta habla de nuestra idea de qué es la educación, continuaba Ferri. Y yo añadiría que también es importante preguntarnos por cómo evaluamos porque esta otra pregunta habla de nuestras ideas sobre la enseñanza y el aprendizaje.Es importante porque el cómo evaluamos condiciona la calidad y la durabilidad de los aprendizajes. La evaluación es importante porque, bien hecha, es un proceso que pone en cuestión todas nuestras concepciones sobre la enseñanza y la educación.
Evaluar es importante porque nos permite regular el aprendizaje y detectar las posibles dificultades que puedan encontrar nuestros alumnos para aprender y, a partir de ahí, ayudarles a resolverlas. Evaluar es importante, también, porque la evaluación de los alumnos es un sistema de meta evaluación de nuestra actividad como profesores. Evaluar es importante porque tenemos la obligación de informar a estudiantes y familias sobre el avance y los resultados de su aprendizaje. Evaluar es importante, dicen algunos, porque de la evaluación del aprendizaje de los alumnos se deriva información sobre el funcionamiento de las escuelas y de los sistemas educativos.
El fin de la evaluación
Enseñanza y evaluación son dos caras de una misma moneda. Entre ambas hay una correlación absoluta: nuestra manera de enseñar debería determinar nuestra manera de evaluar porque, de manera inevitable, nuestra manera de evaluar condiciona la manera de aprender de nuestros alumnos. Están tan vinculadas que podríamos decir que un buen docente es un buen evaluador. Y también, que un buen aprendiz es alguien capaz de evaluar y evaluarse.
Pero la evaluación no debe ser nunca el momento final de un proceso. La evaluación no es el objetivo sino el medio. El fin de la evaluación no es ser el fin de nada. No debe ser el producto sino el comienzo de un proceso más rico y fundamentado (Miguel Ángel Santos Guerra. Una Flecha en la diana). Cuando evaluamos, por tanto, no sólo deberíamos estar interesados en saber si se han alcanzado los fines buscados sino por qué no o por qué sí se han conseguido.
La evaluación condiciona todo el proceso de enseñanza y aprendizaje. Repetimos: La evaluación influye directamente en lo que aprendemos y en cómo lo aprendemos y puede limitar o promover el aprendizaje efectivo (Gordon Stobart).
La evaluación no es neutra
Evaluar no es un proceso técnico sino ético. La evaluación no es neutra, tampoco lo es la educación, por cierto. No existe algo así como una evaluación objetiva. No podemos despojar a la evaluación, como algunos pretenden, de sus dimensiones éticas, políticas y sociales. “Es una actividad social marcada por valores y no hay nada que se parezca a una evaluación independiente de las culturas; la evaluación no mide objetivamente lo que hay, sino que crea y configura lo que mide: es capaz de componer personas; la evaluación influye directamente en lo que aprendemos y en cómo lo aprendemos y puede limitar o promover el aprendizaje”, sostiene Gordon Stobart en su recomendable Usos y abusos de la evaluación (Morata. 2010).
La evaluación determina nuestra forma de vernos como aprendices y como personas. La evaluación, en forma de tests y exámenes, tiene un amplio poder para configurar la manera que tienen las sociedades, los grupos y los individuos de entenderse a sí mismos y de aprender.
Por consiguiente, siempre que evaluemos resulta indispensable preguntarse a quién beneficia y a quién perjudica; a qué valores sirve y cuáles ignora; qué evaluamos y qué omitimos, si hay maneras alternativas de hacerlo y si realmente estamos evaluando aquello que queremos evaluar, aquello que es importante para nosotros. No tiene ningún sentido evaluar por evaluar. Menos aún evaluar para jerarquizar, atemorizar, perseguir y castigar. “La evaluación es un proceso que, en parte, nos ayuda a determinar si lo que hacemos en las escuelas está contribuyendo a conseguir los fines valiosos o si es antitético a estos fines,” sostenía Elliot Eisner en The Art of Educational Evaluation (1985). Lo que ocurre es que hay diferentes versiones de lo que es valioso en educación. Reflexionar sobre la evaluación que queremos es una forma de reflexionar sobre la educación que queremos.
En la escuela deberíamos evaluar no el grado en que nuestros alumnos reproducen un conocimiento sino el grado en que lo utilizan para la participación y la transformación social. Y esto está muy vinculado, no solo, con lo que hay que evaluar, sino con el cómo evaluar y también con el por qué evaluar. Está muy ligado al cambio desde una cultura selectiva y orientada a acreditar niveles de aprendizaje hacia una cultura formativa que ve la evaluación como una oportunidad para aprender y como un instrumento de valoración del alumno que le ayuda, a su vez, a autovalorarse (Juan Ignacio Pozo. 2014). Una cultura que ve la evaluación no como un mero instrumento de acreditación y clasificación sino como un elemento clave del proceso de aprendizaje.
Evaluar la educación
Se atribuye al físico escocés Lord Kelvin la conocida frase: “Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre”. Afirmación que parece muy razonable y en la que seguramente todos estemos de acuerdo. El mundo de la gestión ha hecho de esta frase todo un principio sosteniendo que lo que no se puede medir no se puede gestionar, algo que también parece en principio razonable aunque, como acabamos de ver, qué decidimos medir, cómo configuramos esa medición y qué usos hacemos de los resultados obtenidos tiene consecuencias profundas sobre el objeto evaluado y su entorno.
En educación hemos asumido también las lógicas de la gestión. La afirmación de que lo que no se puede medir no se puede gestionar nos ha llevado a un creciente interés por medir los “resultados” de la educación hasta el punto que podemos afirmar que vivimos inmersos en una creciente cultura de la evaluación y la rendición de cuentas.
En los últimos 20 años, elevar los estándares educativos se ha convertido en una importante y legítima prioridad para todos los gobiernos. Éstos han tratado de dar respuesta a esta demanda impulsando reformas, pruebas curriculares nacionales, pruebas externas estandarizadas, rankings de rendimiento escolar, reválidas e inspecciones más frecuentes y exhaustivas. Han respondido con más evaluación y mas control.
Para Juan Carlos Tedesco una de las razones por las que se justificó la introducción de dispositivos de medición de resultados en la administración educativa fue la baja responsabilidad por los resultados. Algo objetivamente cierto como sostenía Gimeno Sacristán en 1998 cuando escribía que aunque “la evaluación para el diagnóstico y el control democrático de la calidad de la enseñanza y del curriculum impartido puede ser vista como una amenaza para la autonomía de las partes, especialmente de los profesores, es también el recurso para evitar la patrimonialización de una actividad.”
El resultado ha sido que en pocos años hemos pasado de una situación de rendición de cuentas casi inexistente a otra en la que los alumnos son objeto de pruebas externas prácticamente cada dos años.
Para Gert Biesta, hemos asistido a un cambio desde un enfoque sustancial y democrático a un enfoque técnico y administrativo respecto de cómo se considera la rendición de cuentas en la educación.
Una de las novedades, nos dice Tedesco, es que se ha atribuido gran parte del fracaso de los alumnos al mal desempeño de los docentes. En esta línea se debe interpretar el famoso informe Mckinsey de 2007 en el que se sostenía aquello de que “la calidad de un sistema educativo tiene como techo la calidad de sus docentes”. La evaluación ha sido vista por los organismos reguladores como un medio para la rendición de cuentas en relación al desempeño tanto de los maestros como de las escuelas.
Pero además de amenazar a los profesores y escuelas, el discurso de la rendición de cuentas se ha basado en el supuesto según el cual la información sobre los resultados mejoraría la calidad de la demanda educativa y crearía relaciones de competencia entre escuelas como mecanismo principal de las políticas destinadas a mejorar la calidad de la educación. Supuesto que se basaba en un razonamiento complejo que combina elementos de responsabilidad, selectividad y control con un argumento de justicia social que expresa que todas las personas deberían tener acceso a una educación de la misma calidad (Gert Biesta).
Pero como sostenía el mismo Tedesco en su excelente Diez notas sobre los sistemas de evaluación de los aprendizajes medir no mejora los resultados. La competencia entre escuelas, lejos de mejorar la calidad del conjunto del sistema, fortalece la desigualdad, la segmentación y la inequidad, particularmente en la educación obligatoria.
Las mediciones nos han permitido ratificar la existencia de un fuerte determinismo social de los resultados de aprendizaje (algo que por cierto que ya habían señalado hace décadas sociólogos como Pierre Bourdieu).
“Las mediciones comparativas a gran escala de los resultados, más que apoyar y promover el debate acerca de la buena educación, han reemplazado las preguntas normativas sobre las metas y logros educativos deseados, por preguntas técnicas acerca de la producción eficaz,” dice Gert Biesta. El efecto desmoralizador de la difusión de los resultados supera la capacidad movilizadora para mejorarlos. Parece que hemos confundido calidad educativa con mejora de los resultados obtenidos en pruebas estandarizadas tipo PISA y hemos reaccionado creyendo que “mejorar” era sinónimo de más control en lugar de más autonomía. Ha habido una sobrevaloración de la importancia de los instrumentos de evaluación para mejorar calidad y equidad.
En nuestro país, hasta la llegada de LOMCE (y esto queda ahora en suspenso con la paralización de las reválidas), el objetivo de estas pruebas externas era “simplemente” proporcionar una imagen precisa del estado y situación del sistema educativo y de sus resultados y su carácter era orientador tanto para los centros como para las familias y el conjunto de la comunidad educativa (Los centros ante la rendición de cuentas. Ferrán Ruiz Tarragó). Pero que las pruebas no tengan en principio efectos académicos no significa que no influyan en la actividad de los centros y los aprendizajes como sostiene con mucha razón Ferrán Ruiz Tarragó. Parece por tanto legítimo, dice Ruiz Tarragó, preguntarse si no habrá efectos ocultos o perniciosos que debieran ser previstos y gestionados con precaución y visión de futuro.
A la hora de poner en marcha estas evaluaciones, es importante por tanto que reflexionemos si estamos midiendo lo que realmente valoramos o si, por el contrario, estamos midiendo aquello que es fácilmente medible (Gert Biesta), llegando a la situación en que valoramos solo lo que sabemos, lo que podemos medir o lo que ya se ha medido previamente. La experiencia de las últimos años en otros países indica que para “mejorar la calidad de la educación es preciso asumir que debemos poner el foco en las estrategias de enseñanza y aprendizaje y en su utilización por parte de los actores del proceso pedagógico (docentes, alumnos, familia)” (Juan Carlos Tedesco)
Si no queremos entregar la responsabilidad de nuestros procesos y prácticas educativas a abstractos sistemas de medición y aspiramos a mantener un control democrático sobre nuestras iniciativas educativas y sobre las maneras en las que evaluamos su calidad, es sumamente importante que se lleve a cabo un debate sobre aquello que nuestros esfuerzos educativos deberían tratar de conseguir. Debemos recuperar el debate sobre los fines de la educación. En educación hemos dedicado mucho tiempo a los métodos y poco a reflexionar sobre las metas (Juan Luis Pozo). La escuela es un factor para la transformación o para la exclusión, pero no es ni una institución neutra ni una institución reproductora. Devenir en una cosa, la otra, o algo diferente, es cuestión de los agentes implicados. Debemos decidir si queremos una educación para la igualdad o una educación para la exclusión. Si queremos ser agentes de transformación o de transmisión (Ramón Flecha y Iolanda Tortajada). Debemos decidir si queremos que nuestras escuelas sirvan para que los menores pasen de curso, aprueben exámenes y saquen buenas notas o para que aprendan a pensar y no acepten sin más la primera idea que les sea propuesta o que les venga a la cabeza(Rafael Feito). Debemos decidir si queremos formar consumidores acríticos e insolidarios o ciudadanos inquisitivos y participativos.
El aula evaluada. PISA y su influencia en el aula
Quizá el ejemplo más paradigmático, aunque no el único, de esta cultura de la evaluación y la rendición de cuentas que estamos describiendo son las pruebas PISA que desde el año 2000 y cada 3 años realiza la OCDE y que objetivamente constituyen la mayor base de datos que nunca hemos tenido sobre el aprendizaje de nuestros alumnos pero una base de datos que también debemos mirar con cierto recelo dado su origen y su declarado interés en influir en las opiniones públicas y en los responsables políticos.
Las pruebas PISA tienen a su favor su vocación por medir no el conocimiento acumulado en forma de contenidos sino lo que saben hacer los alumnos con ese conocimiento. Sin embargo, se han centrado, solo en tres áreas (lectura, matemáticas y ciencias naturales) lo que revela un escaso interés por otras áreas de conocimiento como la ética, los valores, las actitudes sociales o el aprendizaje artístico. De esta manera PISA puede sesgar nuestro visión al ocultar más de lo que muestra. No faltan tampoco quienes como el sociólogoJulio Carabaña sostienen que en realidad son pruebas inútiles que carecen de valor para las escuelas e incluso para los sistemas educativos y no ayudan en su labor ni a docentes ni a políticos. Y esto fundamentalmente porque miden cosas muy generales, que no se enseñan en la escuela y que dependen de muchos otros factores además de lo que sucede en las aulas. No es posible saber en qué medida las diferencias que se ven en las pruebas se deben a las escuelas y en qué medida al resto de la sociedad.Parece insensato emprender cualquier reforma política sobre bases tan frágiles, dice Carabaña.
Y a pesar de que se podría argumentar que estas pruebas, por sí mismas sólo miden lo que ya se encuentra “ahí”, sabemos que su impacto real va mucho más lejos. Muchos países, como hemos dicho, tienden a ajustar sus políticas y prácticas en respuesta, y de manera anticipada, a los resultados de tales mediciones a fin de obtener una mejor posición en las clasificaciones competitivas que crean estos sistemas. Y no son pocas las críticas que ha recibido como esta carta abierta escrita por académicos y activistas de todo el mundo a Andreas Schleicher pidiendo su suspensión.
En nuestro país, sin ir más lejos, los “malos resultados” en estas pruebas internacionales han hecho que nuestros responsables educativos apelen de nuevo a la llamada cultura del esfuerzo basada en la lógica de que el aumento de los niveles de exigencia, llevará a un aumento del esfuerzo y éste a un aumento de los aprendizajes y que nos ha llevado a establecer de nuevo unas reválidas y unos sistemas de evaluación externos, vinculados a una cultura selectiva que creíamos superada y no orientada realmente a la formación y a las necesidades de aprendizaje, con el peligro de exclusión de los alumnos menos favorecidos que además esto acarrea.
En palabras del propio Ministerio de Educación, las evaluaciones externas de fin de etapa, ahora paralizadas, constituían una de las principales novedades de la LOMCE con respecto al marco anterior y era una de las medidas llamadas a mejorar de manera más directa la calidad del sistema educativo. No se trataba de pruebas aleatorias y de muestreo sino pruebas censales que iban a afectar a todo los estudiantes. “Las evidencias, decían en la página web del Ministerio, indican que su implantación tiene un impacto de al menos dieciséis puntos de mejora de acuerdo con los criterios de PISA….Las pruebas serán homologables a las que se realizan en el ámbito internacional y, en especial, a las de la OCDE y se centran en el nivel de adquisición de las competencias.” Es decir, que el propio Ministerio asumía que la introducción de estas pruebas estaba directamente relacionada con las pruebas PISA. Como hemos dicho, esta vinculación entre resultados de aprendizaje, evaluaciones externas, calidad educativa y rendición de cuentas ha provocado tal presión sobre los sistemas educativos y especialmente sobre sus eslabones más débiles, profesores y escuelas, que uno de los efectos secundarios no deseados es el aumento del fenómeno denominado en inglés teaching to the test, es decir, enseñar sólo aquellos contenidos que serán exigidos en las pruebas, algo que cualquier estudiante español de segundo de bachillerato puede comprender fácilmente pues lo ha vivido con la PAU ahora, de nuevo, Selectividad. Sobre los efectos negativos que una prueba tiene sobre el aprendizaje en el aula ya nos alertaba en 1999 Alfie Kohn, uno de los mayores opositores a las pruebas estandarizadas.
Para el credencialismo y la rendición de cuentas mediante los exámenes, la finalidad primordial de la evaluación es obtener resultados que, después, se equiparan con un aprendizaje mejorado, dice Gordon Stobart en Tiempo de pruebas (P. 168), pero con frecuencia no ocurre así: “los resultados pueden mejorar sin que lo haga el aprendizaje.”
Como han mostrado numerosos investigadores el efecto “positivo” en términos de mejora de las puntuaciones de los alumnos puede tener un cierto efecto a corto plazo pero tienen una limitada vida media a partir de la cual pierden efecto. Este efecto conocido como inflación de puntuaciones suele tener lugar en los primeros 4 años y está muy vinculado con la práctica de enseñar para el test que decíamos hace un momento (Robert Linn).
Además cuando una prueba pretende cubrir más de un objetivo al mismo tiempo, por ejemplo lo que se pretendía con nuestras reválidas que debían servir, en palabras del Ministerio, para diagnosticar y para formar, para mejorar el aprendizaje del alumno pero también para mejorar las medidas de gestión de los centros y las políticas de las administraciones, la finalidad que predomina es la de control y rendición de cuentas, en detrimento de los otras, en este caso, en detrimento de la de certificación (titulación de etapa) y la formativa. Es lo que Stobart denomina el “principio de prepotencia administrativa”.
Llama por último la atención la insistencia de nuestros responsables políticos en apelar a la necesidad de disponer de información contrastada y de datos para poder gestionar adecuadamente el sistema educativo yla ignorancia que muestran ante las evidencias y resultados de la investigación educativa de los últimos decenios o incluso ante las conclusiones a las que llegan las mismas organizaciones que promueven estas pruebas estandarizadas que indican que más que las diferencias entre países, existen importantes diferencias entre centros que deben atribuirse a diferencias socieconómicas. Como sostenía hace poco la analista de la OCDE Marta Encinas “a nivel global, se observa inmediatamente que los factores sociales tiene un gran impacto en la adquisición de competencias, de manera que los hijos de padres con un nivel bajo de educación tienen un nivel de competencias significativamente inferior a los de los padres con niveles altos de educación.”
Desoyen además las evidencias que indican que los sistemas más exitosos son aquellos que reducen las desigualdades al tiempo que fomentan la diversidad y conceden más autonomía a los centros en la gestión del aprendizaje algo que, como señala Juan Ignacio Pozo (Aprender en tiempos revueltos), “es difícilmente compatible con este modelo de reválidas que tiende a homogeneizar las culturas educativas de los centros, convirtiéndolos casi en academias para superar las pruebas”. O como afirmaba esta misma semana la Secretaria General de la SEGIB, Rebeca Grynspan, en un acto de presentación precisamente de un análisis del informe PISA 2012 para Iberoamérica:
Educar la evaluación: evaluación para el aprendizaje
Hasta ahora hemos visto las implicaciones y consecuencias que la cultura de la evaluación tiene sobre las políticas educativas y por tanto sobre la sociedad, las escuelas, los docentes y los alumnos. Pero como decíamos al principio, la evaluación es consustancial a la enseñanza y al aprendizaje. No podemos separar la una de la otra. Por mucha influencia que tengan, el tema de la evaluación no se agota en las pruebas externas al sistema educativo, ni siquiera se puede agotar en las pruebas certificadoras o selectivas de nuestro propio sistema educativo. ¿Qué ocurre dentro de nuestras aulas? ¿Cómo son nuestras prácticas de evaluación? ¿Cómo evaluamos a nuestros alumnos?
La evaluación puede servir para muchas finalidades. Gordon Stobart (Tiempos de pruebas) habla de tres: 1. Determinación y elevación de los niveles educativos, que es la que está más relacionado con las pruebas externas, con la rendición de cuentas y con el interés por la gestión del sistema educativo que acabamos de ver; 2. Selección y certificación que ha sido tradicionalmente y sigue siendo en muchos casos la finalidad principal de la evaluación escolar, acceso a ciertos estudios, titulación, oposiciones; y 3. Evaluación formativa o evaluación para el aprendizaje, es decir, la evaluación con vocación de mejora de los aprendizajes.
Miguel Ángel Santos Guerra, por su parte, las agrupa en cuatro funciones: 1. La función formativa; 2. La función sumativa para la selección y la certificación; 3. La psicológica o sociopolítica para buscar la motivación e incrementar el conocimiento y 4. La administrativa para ejercer la autoridad. Y si bien es cierto, como acabamos de ver, que muchas de estas finalidades nos vienen impuestas por el propio sistema educativo también lo es que en el aula elegir entre una función formativa y otra sumativa o combinar ambas depende en gran parte de nosotros como docentes.
Estos fines no son excluyentes aunque, como hemos visto, corremos el riesgo de que unos dominen sobre otros.
Evaluar es recoger información, analizar esa información y tomar decisiones y medidas de acuerdo con ese análisis. Esas decisiones y medidas pueden ser de carácter social y estar orientadas a constatar y certificar, ante los alumnos, los padres y la sociedad en general, el nivel de unos determinados conocimientos al finalizar una unidad o una etapa de aprendizaje. Si es así la evaluación cumple entonces una función selectiva y capacitadora como hemos dicho. Es lo que denominamos evaluación sumativa (Neus Sanmartí.Evaluar para aprender). Y es lo que hemos hecho tradicionalmente. Los sistemas de evaluación medían lo que un alumno sabía en un momento dado en lugar de comprobar lo que le quedaba y había aprendido tras el examen (Jaume Carbonell en Una educación para mañana. 2008. P.22.).
Pero esas decisiones y medidas también pueden ser de carácter pedagógico y reguladoras y estar orientadas a identificar los cambios que hay que introducir en el proceso de enseñanza o que deben introducir los alumnos en su proceso de aprendizaje, es lo que denominamos evaluación formativa o evaluación para el aprendizaje (Neus Sanmartí).
En el primer supuesto evaluar se confunde normalmente con calificar, es decir, con el procedimiento de cuantificación y comunicación de los resultados del aprendizaje a los estudiantes y sus familias. ”Al abandonar los objetivos formativos en aras de la consecución de buenas calificaciones la evaluación en lugar de ser un instrumento al servicio de un sistema de enseñanza se convierte en una finalidad que somete y modela el resto de los elementos. Cuando la evaluación adquiere este valor final, el sistema genera una dinámica que se aleja de los objetivos de formación. Todo se vicia, se distorsiona, se disfuncionaliza”, decían Pérez Gómez y Gimeno Sacristán en Comprender y transformar la enseñanza (1988).
En el segundo caso, la evaluación se convierte en un instrumento más, quizá el más importante, del aprendizaje. Para esta segunda manera de entender la evaluación en el aula, evaluar es un procedimiento de análisis del aprendizaje que sirve para su regulación por parte tanto del profesor como de los propios estudiantes.
En este contexto, cómo evaluar deja de ser una cuestión menor para convertirse en un asunto primordial en la práctica educativa donde lo más importante no es tanto lo que se hace cuanto cómo se hace aquello que se hace. Si además compartimos la idea de que la educación debe promover una mayor autonomía y control de los alumnos sobre sus propios aprendizajes será necesario que alcancen esa autonomía también en la evaluación. La evaluación así entendida debe centrarse más en el alumno y su aprendizaje que en la enseñanza del profesor.
La evaluación para el aprendizaje (evaluación formativa) es en palabras de Gordon Stobart un intento dehacer de la evaluación un elemento productivo del proceso de aprendizaje y se caracterizaría o está vinculada a una mayor participación activa de los alumnos en su aprendizaje; una retroalimentación eficaz; la adaptación de la enseñanza para tener en cuenta los resultados de la evaluación; la necesidad de que los alumnos sean capaces de evaluarse a sí mismos y el reconocimiento de la profunda influencia que la evaluación tiene sobre la motivación y la autoestima de los alumnos.
Para la evaluación para el aprendizaje es muy importante el aspecto situacional (lo que sucede en el aula) y se pone mucho énfasis en la autorregulación y la autonomía de los aprendices. Es lógico entonces que los alumnos participen en su propios procesos de evaluación mediante la co-evaluación, la autoevaluación o laevaluación compartida (José María Arribas).
Decía Neus Sanmartí que un factor importante del fracaso escolar reside en el hecho de que “los profesores estamos más preocupados por transmitir correctamente una información que por entender por qué los estudiantes no la comprenden“. Y en esa misma línea se expresaba Miguel Ángel Santos Guerra cuando decía que “aunque la finalidad de la enseñanza es que los alumnos aprendan, la dinámica hace que la evaluación se convierta en una estrategia para que los alumnos aprueben”.
Lo que tanto Sanmartí como Santos Guerra nos están diciendo es que llegados a este punto es importante también que hagamos un ejercicio de autocrítica y de reflexión sobre nuestras prácticas docentes. En general sigue existiendo un abismo entre la teoría pedagógica referida a la evaluación y la práctica (Juan Ignacio Pozo). En este sentido es revelador el ejercicio que proponía el mismo Santos Guerra.
Si preguntásemos a cualquiera de nosotros qué finalidades de las que aparecen en la tabla de arriba son las más importantes, las más ricas, las más deseables, decía, la mayoría de nosotros elegiríamos sin dudar la columna de la izquierda, pero si por el contrario preguntásemos cuáles son las más habituales en el aulamuchos señalaríamos entonces la columna de la derecha. Sigue existiendo una gran diferencia entre lo que declaramos y lo que hacemos en nuestra práctica diaria. Es fundamental, como decía Paulo Freire, “disminuir la distancia entre lo que se dice y lo que se hace”.
La evaluación con fines de aprendizaje nos exige a los docentes ciertas prácticas como el ser más explícitos sobre lo que se estudia y sobre lo que se requiere para una actuación satisfactoria, dar más tiempo para que los alumnos desarrollen mejor y más profundamente las respuestas a nuestras preguntas, buscar continuamente el diálogo en clase y trabajar la retroinformación como el mecanismo clave para cerrar el camino entre el punto inicial y el esperado y la autoevaluación y evaluación entre compañeros que permiten avanzar hacia el objetivo de autonomía (Gordon Stobart).
La evaluación para el aprendizaje no es un camino fácil. En el trayecto los docentes tiene que resolver numerosas tensiones como la existente entre “lo que hay que aprender”, que responde a unos contenidos concretos y un curriculum establecido, y unos procesos que buscan desarrollar competencias como aprender a aprender o la autonomía del aprendiz o el reto de desarrollar una evaluación encaminada a mejorar el proceso de aprendizaje a largo plazo al tiempo que cumplimos con los objetivos a corto plazo de certificación que nos impone nuestra legislación.
La evaluación para el aprendizaje no se limita a la relación que establece el docente con sus alumnos. Implica también los procesos reflexivos de la propia práctica docente o los procesos de evaluación interna de los centros educativos. La evaluación formativa implica involucrar en el proceso de evaluación a los alumnos lo que les permite tener más claro lo que hay que aprender; reconocer lo que comprenden y lo que no en cada momento; percatarse de la mejor manera de avanzar. Debemos ofrecer criterios, o construirlos con los alumnos, acerca de los desempeños y de las producciones, para que también los estudiantes puedan autoevaluarse y evaluar a sus pares. Los alumnos necesitan saber dónde se encuentran, qué han aprendido, y, sobre ese conocimiento, ejercer alguna acción (Rebeca Anijovich & Carlos González. Evaluar para aprender).
Existen numerosos estudios que demuestran cómo el uso de metodologías activas y un sistema de evaluación formativa en el que se priorice la implicación del alumnado, el trabajo en grupo, el reparto de calificaciones o la autocalificación propician un aprendizaje de calidad y más satisfactorio para los alumnos. En términos generales, podríamos considerar una buena práctica de evaluación aquella que es coherente con objetivos, contenidos y metodología, que es diversa (porque recoge información sobre contenidos variados y porque utiliza instrumentos diversos), que implica a diferentes agentes (incluyendo la autoevaluación y la evaluación entre iguales) y que da lugar a la autorregulación de los aprendizajes. (Elena Cano. Aprobar o aprender)
El mejor aliado de la evaluación para el aprendizaje es hoy el enfoque de aprendizaje por competencias existente en nuestra legislación. El mejor aliado para la evaluación formativa es el Aprendizaje Basado en Proyectos. Y a la inversa, la mejor aliada del ABP es una buena evaluación para el aprendizaje. No debemos olvidar que de nada sirve cambiar las metodologías si no cambiamos la evaluación. Cambiar nuestras maneras de evaluar el aprendizaje es el primer paso para cambiar nuestros procesos de enseñanza/aprendizaje.
En una época como la actual dominada por las pruebas sumativas para rendir cuentas, la evaluación para el aprendizaje puede verse como un intento de re-equilibrar los usos (y abusos) que se dan a las evaluaciones, haciéndolas parte del proceso de aprendizaje, en vez de que sean ajenas al mismo.
Recuperar la evaluación
Estamos de acuerdo en que la evaluación no sólo mide los resultados, sino que condiciona profundamente lo que se enseña y cómo se enseña y, por tanto, determina qué aprendemos y cómo aprendemos. Hemos visto que la complejidad de la realidad educativa nos invita a alejarnos de procedimientos simplificados y retóricas fáciles. Nos invita a abandonar los instrumentos únicos a favor de métodos diversos, adaptables y sensibles a su complejidad (observación directa, asambleas, diarios de aprendizaje, dianas de evaluación,portafolios, rúbricas, rutinas de pensamiento, pruebas..). Nos invita a problematizar cualquier iniciativa de evaluación.
No podemos prescindir de la evaluación. La necesitamos para ayudar a nuestros alumnos a que aprendan mejor y también para mejorar nuestra práctica docente. En este escenario la pregunta es evidente. ¿Hay alguna manera alternativa de evaluar el sistema para mejorarlo pero evitando tan nefastas consecuencias?(Fernando Trujillo).
La respuesta evidentemente es sí. Debemos luchar por “recuperar la evaluación” limitando su poder, apropiándonos de la palabra, resignificando su uso y promoviendo los tipos de evaluación que puedan mejorar la calidad del aprendizaje. Tenemos que construir un modelo alternativo de calidad educativa, basado en lo que realmente valoramos y soportado por una responsabilidad profesional, democrática y participativaen lugar del enfoque técnico actual orientado a la gestión y a la eficiencia (Gert Biesta).
Debemos luchar por dar un papel más modesto a la evaluación y por unas interpretaciones más cautas de sus resultados. Debemos luchar, como dice Gordon Stobart, por una rendición de cuentas inteligente en la que las escuelas conduzcan primero una rendición interna de cuentas que responda a preguntas fundamentales sobre lo que espera la institución de los estudiantes en el plano académico, sobre qué consiste una buena práctica docente, sobre quiénes son responsables del aprendizaje de los alumnos, cuáles son los valores en los que debe basarse la actividad educativa y sobre cómo hacer que el aprendizaje se haga más gratificante en sí mismo.
Debemos luchar por un enfoque de la evaluación sostenible que se preocupe por favorecer destrezas en nuestros alumnos que les permitan responder al aprendizaje actual, más allá de los contextos escolares, en su vida personal y social futura. Debemos luchar porque se asuma que la evaluación depende también de lo ocurrido antes, que es un elemento de una iniciativa mayor y siempre es el resultado de unos valores sociales y un contexto.
Hemos confundido el acto de aprender con el de aprobar. No es lo mismo evaluar que examinar, ni evaluar que calificar. Evaluar con intención formativa no es igual a medir, ni a calificar, ni tan siquiera a corregir. Aprender no es aprobar exámenes. Aprendemos haciéndonos preguntas y buscando respuestas. Aprendemos equivocándonos. Aprendemos valorando y evaluando. Aprendemos participando de manera activa en el propio proceso de aprendizaje. Y aprendemos también siendo sujetos y objetos activos en la evaluación de nuestro aprendizaje. No puede haber cambio educativo sin cambio en los modelos de evaluación. Innovar en educación es innovar en la evaluación.
Un buen sistema de evaluación será aquel en el que el estudiante no puede escapar sin haber aprendido. Un buen sistema de evaluación será aquel que forme ciudadanos independientes que pueden adquirir, retener, recuperar y aplicar nuevos conocimientos por sí mismos. Un buen sistema de evaluación será aquel que evalúa para aprender. Y en el que aprendemos para saber evaluar. Un buen sistema de evaluación será aquel que forme personas a prueba de futuro. Un buen sistema de evaluación será aquél, en definitiva, en el que asumamos que enseñar, como decía Freire, exige comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo. Un buen sistema de evaluación será aquel en el que decidamos entre todos lo que “valoramos”. Una evaluación orientada a medir lo que valoramos y que nos permita impulsar un debate más sofisticado, variado y reflexivo acerca de cuáles podrían ser los parámetros de una buena educación en escuelas. El fin de la evaluación es aprender. Evaluar es aprender.
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